lunes, 14 de diciembre de 2009

La vida en la isla

Después de unos cuantos preparativos y de un traslado un tanto accidentado, llegamos a la isla. En realidad lo de accidentado es más que nada porque, al tener que realizar este viaje, se suele complicar por la cantidad de cosas que hay que llevar. Pero para cuando terminamos de cargar todas nuestras cosas en la embarcación, y nos acomodamos en nuestros asientos, ya sentimos que no había preocupación alguna posando sobre nosotros. El sol brillaba en lo alto del cielo, pero por suerte no existía esa pesadez en el ambiente que torna básicamente insoportable estar al aire libre. La luz se reflejaba en el agua agitada, y al ver que la ciudad iba quedando atrás, uno ya iba contagiándose del aire de la libertad, alejando pensamientos innecesarios, y empezando a saborear la paz.
Más tarde desembarcamos. Los isleños nos recibieron muy bien. Claramente nos explicaron las reglas del lugar, para que no haya ningún conflicto. Después de una breve recorrida por la zona, decidimos acampar cerca de un canal, debajo de unos árboles, aunque los cálculos no fueron del todo exactos, y apenas el sol se movió, empezó a filtrarse por entre las ramas, dando de lleno sobre el lugar que habíamos elegido. De todos modos no nos hicimos mucho problema, simplemente nos causó gracia.
A diferencia de lo que habíamos intuido de antemano, no había ningún mosquito. Fue lo primero que habíamos tenido en cuenta antes de hacer el viaje, dando por sentado que en una zona con abundante agua y verde íbamos a encontrarnos con una cantidad insoportable de mosquitos. Pero no. En su lugar nos topamos con miles y miles de pequeñas avispas. Al principio nos preocupamos un poco, al ver que estos insectos estaban prácticamente distribuidos homogéneamente sobre el césped, y solían posarse sobre nuestros cuerpos. Cuando esto ocurría, con un poco de temor nos quedábamos inmóviles, esperando que vuelvan a levantar vuelo. Pero a medida que corrían las horas, ya habíamos asimilado que eso era parte del ámbito en el que nos encontrábamos, y pudimos convivir tranquilamente hasta el final, sin recibir ni una picadura, a punto tal de preferir infinitamente a las avispas (o por lo menos a esa especie) que a los mosquitos.
Junto al caos de la ciudad, allá lejos, también quedaron las preocupaciones, y esas necesidades autoimpuestas por mantener ciertos horarios y rutinas. Rápidamente nos despojamos de billeteras, teléfonos celulares y relojes, y sólo decidimos preparar el almuerzo cuando nuestros organismos lo creyeron conveniente. Sin mucho esfuerzo preparamos un buen fuego, y disfrutamos de la carne ahí mismo, al pie de las brasas. Después de la digestión se armó la ronda de mates, charlando, y disfrutando del paisaje, y luego la tarde nos obligó a improvisar algún deporte, manteniéndonos así un poco activos.
La noche tardó en llegar, y con si trajo una absoluta tranquilidad. Nos encontró sentados a orillas del agua, contemplando esa paz, reunidos en círculo y brindando repetidamente. Para esos momentos éramos prácticamente los únicos habitantes en la isla, lo cual era genial. La frescura de la noche, alejados del gris cemento, te entraba por los pulmones y alegraba el alma. Más tarde se preparó un nuevo fuego, que dio origen a la cena bajo un manto de estrellas. Las horas se extendieron entre bebidas y debates, pero sobre todo alegría.
El descanso tuvo niveles desparejos: a algunos les costó mucho concebir el sueño, posiblemente por causa de la dureza del suelo, pero para otros, los que estábamos con un mayor nivel de alcohol en sangre, eso no fue ningún problema.
El nuevo amanecer trajo un sol más crudo que el del día anterior, y más gente se sumó a nuestro grupo. Pero no todo fue tranquilidad el segundo día, ya que el lugar fue invadido por una horda de criaturas, que cual plaga empezaron a acaparar con todo, y el silencio desapareció abruptamente. Durante un tiempo decidimos ignorarlos, alejándonos de ellos y reinstalándonos en el rincón más apartado. Era difícil mantenerse al margen de esa nueva realidad, y ante un esfuerzo por sociabilizar con estos seres, casi perdemos a uno de los nuestros, que finalmente pudo salir ileso tras caer en un terreno empantanado.
Era claro que la tranquilidad ya formaba parte del pasado y no retornaría, así que resignados empezamos a juntar nuestras cosas, y nos escapamos de la isla, regresando a la rutina que habíamos dejado atrás solamente por unas horas.

1 comentario:

  1. Al menos no era la isla de Lost =P

    Bueh, aunque no hubiera estado nada mal por la buena compañía...

    besos!!

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