jueves, 21 de julio de 2011

Amistad

En el año 2004 yo tenía un amigo. Un gran amigo, podemos decir. Nos llevábamos muy bien, coincidíamos en casi todo, y compartimos muchas situaciones. Pero en un momento la cosa empezó a ir mal. Hubo una serie de factores que empezaron a repercutir en la amistad; algunos malos entendidos. A mí en esa época me pintaba una mina, y más tarde cuando me enteré que a él también, me calenté y lo mandé a la mierda. En el 2005 ellos se pusieron de novios, y se me vino todo abajo. Pasó el tiempo, y recién ahí me di cuenta que yo había actuado mal, que me cerré en la bronca que tenía, y que no había sabido ver que él no hizo nada con la intención de joderme, sino que yo le había ya cerrado los caminos para el diálogo. Llegué a darme cuenta de eso, pero ya había pasado mucho tiempo, era el 2007 y la amistad había desaparecido. Volvimos a hablar después de mucho tiempo, y dijimos que teníamos que juntarnos para hablar de todo lo que había pasado e intentar aclarar las cosas. Después su noviazgo se terminó, y esa charla quedó postergada. Siguió pasando el tiempo, ya no hubo rencores, y cada tanto nos juntamos a jugar a la pelota y está todo bien entre nosotros, pero no se acerca a la amistad que supimos tener; eso es muy difícil de recuperar.

Ayer, cuando volvía del trabajo, me lo encuentro en Retiro. Volvimos charlando hasta Beccar, y me invitó a tomar una cerveza a su casa. Y como si hubiese sido planeado, ayer, día del amigo, finalmente tuvimos esa charla que teníamos pendiente desde hace tantos años, en donde pudimos aclarar todo lo que había pasado por la cabeza de uno y de otro en aquellos años. La verdad que estuvo bueno.

martes, 19 de julio de 2011

Maniobra de invitación

Con los auriculares puestos, Gonzalo cerraba los ojos, y se dejaba transportar mentalmente a algún recital, efecto que se veía potenciado por el movimiento y el amontonamiento de gente. Una frenada brusca lo obligaba a abrir los ojos saliendo así de su fantasía, viendo que era una mañana como tantas otras en las que el colectivo estaba atestado de personas. Todos los días era la misma rutina. Se refregaba la cara con ambas manos como intentando borrar bruscamente la apariencia de dormido que parecía no querer abandonarlo. Sentía un gran cansancio, no sólo físico, sino también mental por el hecho de venir repitiendo esos pasos durante los últimos tres años. Casi con un ritmo autómata se levantaba sin siquiera abrir los ojos, tal vez como queriendo engañar a su propia conciencia haciéndole creer que seguía dormido. Se preparaba un té con leche, que en determinado momento pasó a reemplazar a su desayuno típico de café con leche, un día que éste no le cayó muy bien al estómago, y acompañaba la infusión con tres galletitas, que más que por apetito, las comía como para no tener el estómago vacío.

Pero la rutina, la tediosa rutina, alcanzaba un sutil aire de animosidad al subirse al colectivo. Tanto tiempo viajando a la misma hora en la misma línea, hacía que muy frecuentemente viera caras repetidas, que si bien eran en un principio completamente desconocidas, con el paso de los meses y de los años inevitablemente las iba sintiendo como si perteneciesen a seres cercanos. De todos modos es un vínculo extraño el que se formaba en ese contexto, porque pese a verse casi a diario, la inhumanización de las grandes ciudades lo termina llevando a uno a hacer de cuenta que los demás son completos desconocidos, aunque en efecto es posible que lo fuesen, y resultaría bastante extraño que de repente uno empezara a saludar a esas personas. Pero de todos modos hacía un poco más llevadero el viaje el hecho de prestar atención a los demás pasajeros, viendo cada día quiénes coincidían nuevamente en el transporte; si repetían la rutina de siempre o si por algún motivo imposible de dilucidar se bajaban en una parada diferente a la habitual, si subían acompañados, o algo por el estilo.

El colectivo iba muy lleno esa mañana lluviosa, y Gonzalo tenía el hábito de dirigirse siempre hacia la parte trasera del vehículo, ya que ahí se generaba un menor amontonamiento de personas, y también había comprobado, a razón de los años de viajes, que era donde estadísticamente tenía más chances de conseguir un asiento. Seguía de pie, y eventualmente cerraba los ojos para intentar sentirse nuevamente en algún concierto. Al abrirlos, vio que parada a su lado estaba una chica muy bonita, con quien había compartido una buena cantidad de viajes. Nunca había habido ningún tipo de contacto entre ellos. Él sentía cierta atracción por su belleza, por lo que muchas veces se quedaba como abstraído observándola, a veces disimuladamente, y otras no tanto, y le parecía recibir por parte de ella una devolución en los entrecruzamientos de miradas que se produjeron más de una vez a lo largo de varios meses. Ella subía al colectivo en Panamericana, unos siete puentes después que él, y se bajaba tres cuadras antes, por lo que Gonzalo muchas veces estaba pendiente de verla subir o bajar.

El vehículo seguía con su marcha, y cada uno de los pasajeros parecía estar ensimismados, absolutamente ajenos al entorno. Además, debido a la lluvia de esa jornada, todas las ventanas estaban cerradas y con los vidrios completamente empañados, dando una sensación más profunda de aislamiento para con el exterior. Y Gonzalo no parecía estar ajeno a ese entorno, aunque por su interior pasaran en realidad otras cosas. Sentía cierta satisfacción por estar parado junto a aquella chica, pero también le generaba tensión, porque eso lo ponía bajo una inconsciente obligación de mantener una pose, parándose más erguido que de costumbre, demostrándose despreocupado, y haciendo un esfuerzo a priori inútil y pavo por parecer una persona interesante. Pero a veces llegaba un momento en terminaba cansándose de esta situación, y conseguía relajarse y actuar más normalmente, aunque tal vez esto fuese porque muy en el fondo creyera que esa “normalidad” también podía aparentar como interesante. De todos modos no podía evitar mirar a aquella chica por sobre su hombro derecho, con la esperanza de encontrarse de lleno con sus ojos una vez más. En cierto momento, al voltear su rostro hacia ella, vio que un par de gotas de lluvia se desprendían de una rejilla de ventilación que estaba en el techo del colectivo, y caían directamente en el hombro de la chica. Ella, al sentir el agua, giró su cabeza para ver de dónde provenía, se encontró con la mirada de Gonzalo, y ambos esbozaron una sonrisa, como dando a entender que estaban los dos al tanto de lo ocurrido, y de alguna manera eso los convertía en cómplices de ese momento tan chiquito. Volvieron a caer unas gotas más, pero el colectivo estaba tan lleno que ella no podía correrse ni un poco para evitar la gotera. Él rápidamente vio que aquella rejilla de ventilación estaba entreabierta, por lo que imaginó que cerrándola dejaría de filtrarse el agua, y eso de algún modo reforzaría, o mejor dicho generaría un principio de vínculo entre ambos.

Sin dejar que pasase el tiempo, tiró de la pestaña de la rejilla, haciendo que ésta se cerrase por completo. Pero para su sorpresa, aquel movimiento provocó que súbitamente cayera sobre el hombro de la chica una cantidad de agua mayor de la que había caído con anterioridad; posiblemente era lo que de algún modo se había acumulado en un recoveco interno de la ventilación. Al ver esto, Gonzalo sintió cómo se derrumbaba su intento de cuasi heroísmo, y con un poco de vergüenza dijo: “quise ayudarte pero me parece que la embarré”. Ella pareció apenas darse cuenta de lo que había pasado, o en todo caso intentó restarle importancia, lo miró apenas con una sutil sonrisa, y cada uno siguió adelante inmerso en su propio universo musical hasta que ella bajó del colectivo en su parada habitual.

Gonzalo se quedó pensando sobre aquellos minutos, que fueron los que más se aproximaron a una conversación. Era quizás la grieta que puede dar paso a derribar esa pared del anonimato entre dos personas, y tenía que encontrar la manera de conseguirlo. Sabía que la próxima vez que la viese, por más que resultase incómodo y poco natural, tendría que saludarla y buscar el diálogo; era consciente que no iba a ocurrir por arte de magia.

Los días siguientes, cuando el colectivo se aproximaba a el punto donde ella subía, él era atacado por una ansiedad y un nerviosismo significativos, que se convirtieron en una mezcla de alivio y decepción al ver que ella no estaba en la parada. Pero al tercer día ella subió. Gonzalo estaba ubicado donde siempre, tirando hacia el fondo, y ella se dirigió para el mismo lugar, ya que también parecía conocer que era donde resultaba más factible conseguir un asiento libre. Cuando la chica iba a pasar por detrás suyo, él se volteó sutilmente, y al verla la saludó. Fue un simple “hola”, pero que al ser devuelto le provocó satisfacción. De todos modos ella se dirigió más hacia el fondo, donde al cabo de un rato pudo sentarse, y él permaneció en el mismo sitio, esperando una oportunidad de acercamiento que nunca llegó; pero de todos modos le quedaba el sabor de una victoria parcial.

Pasado el fin de semana volvieron a encontrarse, pero él estaba distraído y ni siquiera se dio cuenta cuando ella consiguió lugar a sus espaldas. Se había ubicado en uno de los asientos dobles, y Gonzalo con paciencia y exagerada cordialidad había cedido unos cuantos asientos libres, con el afán de lograr ubicarse en el único sitio que le interesaba: a su lado. En cierto momento las cosas se pusieron a su favor, y el hombre que estaba sentado al lado de la chica se levantó. Previamente Gonzalo se había ido moviendo con sutileza, a modo de posicionarse de forma tal que cuando ese asiento quedase libre, él iba a poder hacer uso del mismo, sin quedar como un desesperado por conseguirlo. De este modo, la primer parte ya estaba concretada: el viaje seguía adelante con ellos dos compartiendo un asiento; él del lado del pasillo, y ella aparentemente ajena al transporte, mirando hacia afuera. Ahora quedaba tal vez la parte más difícil, que era la de entablar un diálogo. Ésta era su oportunidad. Y tal vez su última oportunidad, ya que si se dejaba dominar por el temor y la vergüenza, y el viaje llegaba a su fin, iba a perder ese permiso invisible que todavía tenía en su poder, que le daba la posibilidad de quebrar el silencio sin quedar completamente expuesto, por estar todavía fresco aquel fugaz acercamiento de la semana anterior.

Meses antes, mientras Gonzalo caminaba por las inmediaciones de su trabajo, pasó por una esquina donde había un local de amoblamiento y decoración para oficinas, y le pareció verle cara familiar a una de las chicas que trabajaban ahí. La miró un instante mientras seguía con su paso, intentando recordar de dónde se le hacía conocida, pero no llegó a ninguna conclusión. Más tarde esa misma semana, cuando estaba en el colectivo, vio a esa chica y ahí la reconoció. Sólo que al encontrarla en la calle, en un entorno diferente al habitual, no pudo identificarla. Pero lo interesante era que ahí descubrió dónde trabajaba, y a partir de ese día empezó a prestarle más atención en los viajes. Y ahora estaban los dos sentados uno al lado del otro en el colectivo, y se le ocurrió que podía usar ese dato para de alguna manera iniciar la charla. Pero aún así no era para nada sencillo, y no estaba del todo convencido. No se le ocurría una manera concreta para empezar a hablarle, o qué le podía preguntar. Lo cierto es que el tiempo pasaba, y ya no les quedaban muchos minutos de viaje. De los nervios, el corazón le latía a una velocidad que creyó poco saludable, pero supo que no podía dejar pasar la oportunidad, así que aprovechó un instante de falso coraje, y le dijo: “disculpame, ¿vos trabajás en Ofideco?”. Ella lo miró demostrando una absoluta calma, a diferencia de Gonzalo, que se sentía al borde del infarto. Le respondió afirmativamente, y él, cómo excusándose, aclaró que le preguntaba eso porque un día había pasado caminando por la puerta y le pareció verle cara conocida, pero no estaba seguro. La chica lo miró, y sin demasiado interés aparente dijo “ah”. Se produjo un silencio más que incómodo; ya no había nada para decir, Gonzalo había jugado su única carta, no sabía cómo continuar la conversación. Erróneamente había creído que el único obstáculo era comenzar a hablar, y que una vez hecho eso el resto saldría espontáneamente. Pero no fue así, se había formado un bache que de alguna forma había que tapar con palabras, sea lo fuere, y como no había tiempo para pensar, dijo lo primero que se le vino a la mente, que fue: “claro, porque cuando pasé por ahí vi una cara conocida, pero no estaba seguro…”. La única forma que encontró para tapar ese silencio fue repetir lo mismo que había pronunciado anteriormente. Esta vez, ella pareció un poco más animada, y le comentó que antes trabajaba en otra sucursal, pero que hacía algunos meses habían abierto este nuevo local, y a ella la mandaron ahí. De algún modo, y gracias a ella, se formó un diálogo, que si bien fue un poco pobre y superficial, no estaba nada mal para ser una charla en un medio de transporte, y podía ser el principio de algo. Conversaron algunos minutos, sin salir del tema laboral de ambos, y ella le comentó que hacían todo tipo de muebles a medida, que le podían llegar a resultar útiles a él, o mejor dicho a su trabajo, y le dijo que si quería podía pasar un día de estos por Ofideco, así le daba unos folletos. Él dijo que sí, que iba a pasar, y justo antes que ella se bajase del colectivo le preguntó su nombre: Lucía.

El resto del día Gonzalo tuvo una sonrisa dibujada en su interior. Sentía haber alcanzado una gran victoria; con mucho esfuerzo había logrado vencer sus miedos, a derribar su cobardía, y pudo dar ese paso que tantas veces se había prometido, pero que nunca se animó. Eso ya hubiese sido una especie de triunfo en sí mismo, pero como si fuera poco, la cosa iba un poco más allá. Porque ella de algún modo también mantuvo la conversación, y no sólo eso, sino que lo invitó a que pasara por su trabajo, lo que evidentemente demostraba que el interés era recíproco. El juego recién había empezado, todavía quedaban varios obstáculos por flanquear, pero no había demasiado por qué preocuparse; todo parecía bien encaminado. Ahora en su memoria se dibujaba aquella silueta que tantas veces había recorrido con su mirada, aquel cuerpo tan sensual que durante mucho tiempo se le presentó como inalcanzable, pero que ahora aparecía accesible gracias a una esperanza naciente; sólo era cuestión de tiempo.

El próximo paso era pasar por el trabajo de Lucía, para buscar el folleto o lo que fuere. Se sabía que eso no era más que una excusa. Para no quedar como un desesperado, dejó pasar un par de días, en los cuales tampoco se vieron en el colectivo. Pero cuando creyó que había transcurrido el tiempo suficiente, Gonzalo se dirigió a Ofideco, que quedaba a tres cuadras de su trabajo. Al llegar, ella lo recibió en su escritorio. Pero en el local no había oficinas, sino que era una gran habitación, con mucha variedad de muebles que estaban exhibidos, y en medio, dos escritorios que eran los de atención al público. Sin mediar más palabras que el saludo, ella dijo “venís por los folletos, ¿no?”. Él respondió que sí, y Lucía rápidamente fue hasta un mueble que tenía a sus espaldas, abrió unos cajones, y tomó un par de muestrarios de su interior. Como para romper un poco con el silencio, Gonzalo preguntó si venía muy complicada la semana, a lo que ella dijo que más o menos, pero que ya en un par de horas se iba, todo sin levantar la cabeza, mientras buscaba algo en otro cajón. Ella se acercó, con los dos folletos en mano, y le mostró que uno era de muebles más estándares, escritorios, boxes y armarios de diseños y tamaños fijos. El otro tenía modelos más innovadores y que podían ajustarse a oficinas de cualquier dimensión. Gonzalo recibió esa información que tan poco le interesaba moviendo la cabeza afirmativamente, pero por dentro se sintió asombrado de que ella actuara como si él fuese tan sólo un cliente más: no mostraba ni un atisbo de interés en él. Aunque rápidamente se tranquilizó al imaginar que en algún lugar seguramente habría un supervisor, y ella estaba obligada a proceder de tal y cual manera con los clientes, sin perder el respeto y la cordialidad, pero lejos de la demostración de algo más. Antes de entregarle los folletos, Lucía volvió a su escritorio y les pegó una etiqueta. Luego lo acompañó hasta la puerta, le dijo que cualquier cosa se fijasen en su trabajo si necesitaban algo de lo que ellos ofrecían, se despidieron con un beso, y hasta luego. Ya en la calle, después de caminar algunos metros, miró la portada de uno de los cuadernillos que había recibido, y en la etiqueta decía “Lucía Aizega”, seguido de todos los datos de contacto.

Lucía Aizega, asistente de ventas… laizega@ofideco.com.ar... 4856-2411 interno 12. Gonzalo repasaba los datos impresos en la etiqueta. Ahora entendía aquella maniobra de invitarlo a que pase por el local; no había sido más que una genial táctica para darle sus datos de una manera muy sutil. ¡Qué inteligente! Y Gonzalo se reía solo, mientras se daba cuenta de ello. ¡Qué bien que la hizo! Le parecía muy acertado ya que él había dado el primer paso hablándole en el colectivo, y como luego ella dio el segundo con esa magistral artimaña, por simple deducción, era nuevamente su turno. Lucía Aizega, asistente de ventas. Tenía todos sus datos. laizega@ofideco.com.ar. Sólo tenía que saber cómo usarlos. 4856-2411 interno 12. O mejor dicho, cuál usar. Porque capaz lo más directo era llamarla por teléfono, pero para esto tendría que tener un plan muy sólido, una invitación, y sentía que corría muchas chances de recibir un rechazo como respuesta, pese a que estaba todo muy claro. Y por otro lado el llamado podía llegar a resultarle sorpresivo, y capaz Lucía se sintiese avasallada con ese proceder. Además era el número de teléfono del trabajo; quizás estaba justo con su jefe, y eso le generaría una situación incómoda. Con todos estos buenos pretextos Gonzalo se autoconvenció que no debía llamarla, que el método más eficaz era el e-mail, pero en realidad no era más que una forma de enmascarar su falta de coraje. Con el correo electrónico tendría más tiempo para pensar, para analizar una a una las palabras que usaría. Además es un medio más fiel, ya que no deja entrever los temores y los nervios, y también permite un contacto sin ir tan a fondo de entrada, sin esa necesidad de acorralarla con una invitación.

Al día siguiente, se puso a redactar el e-mail. Hacer una invitación en esta instancia le parecía demasiado apresurado. Primero había que escribirse, que haya algunos correos de ida y vuelta, generar cierto diálogo, cierta confianza. No llegar al día de un posible encuentro sin conocerse más en profundidad. Justamente el correo electrónico era un medio ideal para esto, porque uno siente como cierta seguridad ocultándose detrás de una pantalla. Ahora sólo había que dar inicio a ese conocerse mutuamente, y para ello el texto tenía que ser elaborado en profundidad. Después de unos cuantos minutos inmóvil frente al monitor, escribió:

Hola Lucía, cómo andás?
Soy Gonzalo, el del colectivo.
Un saludo.

No le pareció correcto escribir algo más largo, y tampoco se le ocurrió qué. Es cortito, sí, se dijo, pero le pareció que estaba bien, que ya habría tiempo para e-mails más largos, para conversaciones más interesantes. No había necesidad de pretender el nudo estando al momento de la introducción.

Pasó el fin de semana, y no obtuvo ninguna respuesta. El correo lo había mandado el jueves por la noche, y ya habían pasado unos cuantos días, pero se tranquilizó pensando que capaz el viernes ella no tuvo tiempo de contestar, o quizás quiso pensar antes una buena respuesta, y después durante el sábado y el domingo no pudo hacer nada porque el e-mail lo había recibido en la cuenta del laburo. Aunque también era muy probable que adrede ella dejase pasar algunos días, para generar más expectativa… esas cosas que suelen hacer las minas. No había nada de qué preocuparse, pero de todos modos la ansiedad era incontrolable. Ese día tampoco la encontró en el colectivo, y en parte se sintió aliviado por ello, porque prefería primero recibir el mail de respuesta, el cual tampoco le llegó durante los días siguientes. ¿Qué necesidad tenía Lucía de demorarse tanto tiempo, si ya estaba claro que había onda? Son esas cosas que hacen siempre las mujeres, de hacerse las interesantes, de actuar un poco en contra de lo lógico, de tramar cosas incomprensibles para el universo masculino. Gonzalo ya estaba un poco fastidioso por tanta espera. Por un momento pensó que capaz el e-mail no le había llegado, y estuvo a punto de mandarle otro, pero a tiempo se detuvo al recapacitar que eso era prácticamente imposible, y con insistencia lo único que iba a conseguir era retroceder un par de casilleros. Así que se dispuso a esperar el tiempo que fuera necesario, a aceptar la maniobra que ella estaba articulando, aunque se demorase más de lo deseado. En todo caso, siempre tenía a su alcance la posibilidad de la charla en los viajes; era cuestión de tiempo.

El viernes el colectivo venía muy lleno, y él se había ubicado donde siempre, parado por el fondo. Ya hacía unos diez o quince minutos que habían pasado por la parada donde solía subir ella. Otro día que no coincidimos, pensó Gonzalo. El viaje siguió adelante, y en eso, por entre la muchedumbre le pareció verla a Lucía que estaba por adelante. ¿Era ella? Había demasiada gente amontonada como para poder verla con claridad, y además estaba lejos. Pero de todos modos era poco probable, ya que al igual que él, tenía el hábito de dirigirse hacia al fondo. Él seguía mirando, intentando identificarla, pero le resultó imposible. Luego esa chica se sentó en la primer fila de asientos, por lo que Gonzalo, al poder visualizar tan sólo un pedazo de su nuca (en el mejor de los casos), desistió de la idea de saber si era o no. Terminó el viaje para él, y cuando fue a tocar el timbre se dio cuenta que se había distraído, y no prestó atención en dónde bajó la posible Lucía. Pero no, seguro que no era.

Otro fin de semana transcurrido sin novedades, y el lunes nuevamente le pareció que ella estaba en la parte delantera del colectivo. Pero, ¿era o no era? Esta vez no había tanta gente, así que podía verla de perfil, aunque la visión no era precisamente su mayor virtud. Se quedó mirándola fijamente, casi carente de toda sutileza, hasta que en un momento ella se giró; sus miradas se encontraron por una fracción de segundo, pero le fue suficiente para asegurarse que era Lucía. Ella permanecía inmutable. Pero, ¿por qué? Si estaba todo tan claro. ¿Era acaso esto parte de su maniobra? Le hubiese gustado creer en esa idea, pero ya algo le decía que no era así. El vehículo se fue vaciando, y ella estaba todavía de pie, como aferrada a la parte delantera, en lo que era un evidente intento por evitar el fondo del colectivo. Evitar el fondo… ¿pero si ella siempre venía para el fondo? No, lo que estaba evitando era otra cosa. Gonzalo se sentó por atrás, como de costumbre, y se quedó reflexionando, como con la mirada perdida, intentando esclarecer sus ideas. Ahora era claro que ella no tenía ningún tipo de interés, y por eso se quedaba forzosamente adelante. Pero entonces no se entendía todo lo de antes: las miradas encontradas, la sonrisa aquella mañana de lluvia, el diálogo, la “invitación” a su trabajo… Lucía había hecho maniobras de conquista, de esas maniobras que sólo ellas saben elaborar y que a nosotros nos cuesta interpretar. O capaz, en una de esas, justamente él nunca supo interpretar su maniobra. Ella se bajó en donde siempre, por la puerta delantera, y pese a seguir viajando a diario a la misma hora, nunca más volvió a verla.