sábado, 29 de mayo de 2010

Lluvia

Los sábados de lluvia hacen que las ganas de salir se esfumen. Tal vez se elevan invisiblemente por los aires, y se lanzan en una travesía que las lleva a unos cuantos kilómetros de distancia, en busca de un sitio más calmo, donde el sol todavía brille y abrigue con su luz. Un lugar donde puedan recostarse plácidamente sobre un césped muy verde que se extiende hasta el mismo horizonte, donde esa línea horizontal lo delimita del azul del cielo.

O tal vez las ganas estén aquí mismo, temerosas de ver agua precipitándose desde Dios sabe dónde, y se hayan ocultado dentro de algún cajón, entre las hojas de un libro o detrás del sofá, esperando que las calles vuelvan a secarse para así abandonar su escondite.

miércoles, 26 de mayo de 2010

La vida después de Lost

Llegó el final de Lost, y si bien es un tema frívolo, nunca dije que este blog no lo fuera. Antes de la aparición de este programa, yo no tenía la costumbre de mirar series y de esperar la aparición de un nuevo capítulo semana tras semana. Así como de algún modo Dolina me introdujo en el mundo de la lectura, Lost hizo lo suyo con las series de televisión.

Debo decir que no soy un fanático de la primera hora, sino que cuando arranqué a mirarla ya había terminado la tercera temporada. Pero era tanto el revuelo que generaba la serie, y tanto lo que se hablaba de ella, que si bien en un principio me molestaba un poco y la menospreciaba diciendo que debía ser como La isla de Gilliagn, decidí darle una oportunidad y ver de qué se trataba. Y gracias a las maravillas de Internet pude hacerlo sin mayores inconvenientes.

Recuerdo que después de ver el primer episodio, me dejó un saldo positivo. La historia estaba aparentemente buena, entretenida, pero tampoco era para tanto; me resultaba desmedido el fanatismo que despertaba en todos los que la veían. De todos modos el final de ese primer capítulo era bastante atrapante, y si bien no era algo de vida o muerte, daban ganas de ver cómo seguía, por simple curiosidad. Los siguientes episodios seguían generando la misma intriga, y para aproximadamente el octavo capítulo ya me había convertido en uno más de los millones de seguidores. Fui devorándome los episodios uno tras otro a un ritmo acelerado hasta sincronizarme con las emisiones, donde tuve que acostumbrarme a los tiempos de la serie.

Y ahora la historia se terminó. Para algunos habrá sido decepcionante, para otros no. Pero como dijo Matías Martin hoy en la radio, a diferencia de una película, el final de una serie que duró tantos años no son los últimos diez minutos, sino más o menos los seis capítulos finales, y éstos estuvieron a la altura del resto de la serie. Obviamente no todos van a compartir esta opinión, pero es justamente eso: una opinión.

De todas maneras el final me genera cierto desagrado, pero exactamente por eso, porque la serie no va a continuar. A lo largo de estos años me acostumbré a que siempre había un capítulo por delante, y también como que de algún modo generé cierta empatía con los personajes y sus historias, y eso me provoca una especie de vacío. Pero supongo que simplemente será algo pasajero, ya que todavía está muy fresco el final. Después ya veremos como sigue la vida después de Lost.

domingo, 23 de mayo de 2010

Ilusión

Era un viernes de otoño, de esos días en que empieza a sentirse el azote de los primeros fríos. Por apenas unos minutos había pasado la medianoche, y finalmente no encontré plan para hacer nada, lo cual tampoco me angustiaba demasiado. El viento helado que soplaba, era más que tentador para quedarse adentro, refugiado por las paredes, y escuchando algo de buena música hasta que el sueño venciera.

En eso me suena el teléfono: era Mica. No nos conocíamos hace mucho tiempo, y estábamos empezando una relación. Ese mismo día a la tarde habíamos hablado, como casi todos los días, y yo le pregunté si quería salir a la noche. Me contestó que le gustaría mucho, pero que ya había arreglado para encontrarse con unas amigas que no veía desde hace bastante tiempo. Por eso, me sorprendió un poco su llamado a esas horas. Brevemente me explicó que se iban a juntar con las chicas por Belgrano, y que como su amigo y vecino Ramiro tenía que ir para ese mismo lado en auto, aprovechó el viaje. Resulta que estaban ya en camino, cuando una de las amigas la llamó para avisarle que por algún motivo que no venía al caso, se suspendió la reunión. Mica no quería volverse sola a su casa, pero tampoco se podía quedar con Ramiro, quien iba a ir a una fiesta con sus amigos, en la terraza del edificio de uno de ellos. Me preguntó que estaba haciendo, y si tenía ganas de ir para capital, así hacíamos algo nosotros dos. Yo no tenía ningún plan, y como me daban ganas de verla, acepté la invitación. Ella, para no quedarse sola y poder hacer tiempo, iba a ir con Ramiro a la fiesta de la terraza, y cuando yo estuviese por ahí, la idea era que nos fuésemos para algún lado. Así que de repente, de estar en mi casa a punto de acostarme, surgió una salida inesperada, que daba la sensación que podía ser una noche agradable, por como se venían dando los encuentros anteriores.

Tenía el auto en el taller, pero poco me importó en ese momento. Hice un esfuerzo por recordar cómo eran las salidas años atrás, cuando lo natural era ir a tomarse el colectivo a cualquier hora. De todos modos, las ganas de ver a Mica daban un gran empuje para no dejarse llevar por la comodidad. Agarré plata, llaves, celular, preservativos por las dudas… estaba todo en orden. Abrí el placard para agarrar la campera, pero la percha estaba vacía. Ahí recordé que en la semana se la había prestado a ella, una tarde que fuimos a tomar algo, y refrescó abruptamente. Resoplé mientras por un momento me quedé dubitativo; pero la falta de un abrigo no iba a convertirse en un obstáculo.

Con la cabeza puesta en la noche que me esperaba, salí de casa y caminé las diez cuadras para tomar el colectivo en Panamericana. Cuando finalmente llegó el 60, yo ya estaba bastante alterado, después de cuarenta minutos de espera. Ya en viaje me fui serenando. Mica me mandó un mensaje de texto preguntándome por dónde estaba, y le respondí que el colectivo se demoró mucho, pero que ya estaba en camino. Al rato, me llegó otro mensaje en el cual me decía que estaba un poco borracha, y nuevamente me preguntó cuánto me faltaba. Un poco de ternura me dio. Me la imaginé en la terraza, tímida y un poco aburrida, y optando tomar un poco de alcohol para sentirse quizás más parte de fiesta. Yo estaba tardando más de lo que me hubiese gustado, así que era entendible que haya decidido no quedarse aislada en un rincón. Incluso, estando ella un poco alegre, la noche podía resultar más tentadora aún. Me bajé del colectivo en Plaza Italia, y para hacer más rápido me tomé un taxi hasta la dirección que Mica me había pasado. Antes de llegar me llegó un nuevo mensaje preguntándome por dónde andaba, y le respondí que en cinco minutos estaba ahí.

Al llegar al edificio, la llamé al celular para avisarle. El teléfono sonaba, pero ella no me atendía. Volví a intentarlo, pero nada. Entonces fui a tocar timbre, pero tampoco recibí respuesta alguna. Seguí intentando alternadamente entre llamados telefónicos y timbre, y mi humor iba cambiando a medida que pasaban los minutos y nadie me contestaba. Aproximadamente unos veinte minutos después de haber llegado, finalmente me atendió, y cuando escuché su voz al teléfono, me di cuenta que estaba bastante alcoholizada. Le pregunté dónde estaba, y me respondió que ahí, en la fiesta. Le dije que estaba desde hace unos veinte minutos en la puerta intentando comunicarme con ella. Entre risas me dijo que estaba un poquito borracha, pero que ahí bajaba y me abría; que la esperara. Empecé a sentir una indignación que crecía dentro mío. Me apoyé en una columna cruzándome de brazos, como para intentar mantener el calor de mi cuerpo y hacerle frente al frío de la madrugada, mientras esperaba que ella apareciese. Pasaron dos minutos, y nada. Pasaron cinco, ocho, diez, doce… y Mica no aparecía. Ya me estaba poniendo de mal humor, pero quería intentar controlar ese sentimiento, porque en cualquier momento ella iba a aparecer y no quería anular la posibilidad que todavía existía de pasar una linda noche. Pero la espera ya se había hecho demasiado extensa. La llamé una última vez, pero ya poco me importaba la respuesta del otro lado: en cuanto cortase la comunicación me iba a volver a casa. El teléfono sonaba y ella nuevamente no atendía. Mientras todavía escuchaba el tono, pude ver a un grupito de personas que estaban en el pasillo de entrada del edificio, y me pareció que ella estaba ahí. Efectivamente lo estaba, pero sólo que inconsciente de la borrachera que tenía. La reconocí, pero como estaba lejos, quise creer que me había confundido. La bajaron del ascensor arrastrándola por el piso, y la apoyaron contra una pared. Uno de los flacos levantó la vista, y al verme parado en la vereda, contemplando esa situación, se dirigió hacia mí decididamente. Después de salir, me preguntó si yo había ido para buscarla a Micaela. Era Ramiro, el amigo. Se lo veía enojado con ella, y la insultaba por haber terminado en ese estado. Y con cara de indignación decía que era doblemente idiota, porque encima me había hecho ir a mí desde tan lejos, y todo para que yo llegue y ella esté desmayada en el piso. Yo ya estaba en un estado de indignación total. Estábamos los dos parados en la vereda, y Ramiro me invitó a entrar. Tranquilamente podía haber dado media vuelta e irme por el mismo camino que llegué. Incluso tuve la oportunidad de hacerlo antes de que Ramiro descubriese mi presencia, pero por algún motivo no lo hice. Fuimos caminando por el pasillo hasta llegar a ella, que estaba prácticamente desmayada. Tendría que haberme retirado a tiempo, y tal vez buscar algún bar por la zona, y sentarme a tomar y pensar, tareas que siempre vienen de la mano, y así esperar que al día siguiente todo estuviese en su sitio. Uno de los presentes propuso llevarla hasta afuera, para que pudiese reanimarse con el aire fresco, y con una iniciativa propia de quien también tomó de más, quiso alzarla. Pero al hacerlo, a Micaela se le levantó todo el vestido, por lo que quedó en bombacha a la vista de todos, ofreciendo un espectáculo bastante humillante para ella (aunque no era consciente de nada) y para mi, que todavía no sabía que rol estaba jugando, pero lo sentía como un golpe directo. Los demás presentes acordaron que no convenía llevarla a la calle, porque el aire no le iba a calmar la borrachera, y en cambio podía enfermarse. Decidieron llevarla arriba, y recostarla en la cama del amigo de Ramiro, hasta que se le pasase un poco el malestar.

De repente la escena era muy extraña; yo estaba en el departamento de alguien que no conocía, con dos flacos que nunca supe bien quiénes eran, y con el amigo de Mica que era dentro de todo el que más manejaba la situación. Y ella, que era la única persona a quien conocía, y por quien había llegado hasta ahí, estaba inconsciente, borracha, tirada en la cama, semi desnuda porque el vestido inevitablemente se le levantaba, mostrándole sus partes íntimas a todos los presentes. Realmente era muy humillante, y yo estaba ahí como un simple testigo. Era tal vez el que más dolor sentía con toda esa situación, pero estaba muy de visitante, y no podía hacer nada al respecto. Uno de los presentes (supongo que el dueño de casa) le preguntó a Ramiro que quién era yo, y éste le respondió a viva voz que “es el chongo de Micaela, y se vino desde la loma del orto”. Sonreí incómodo, y tenía muchas ganas de irme, pero ahora no era tan sencillo, y yo solo me había metido ahí adentro. Estaba intentando controlar mi mal humor, y la verdad que no tenía nada de ganas de estar ahí presenciando ese espectáculo vergonzante, pero si me quedé fue solamente porque me pareció que Mica estaba en un estado de vulnerabilidad, y no me parecía bien dejarla ahí, en esas condiciones. Ella balbuceaba cosas inentendibles, y cada tanto intentaba abrir los ojos, pero su estado seguía siendo el mismo.

Después de un rato los dos flacos que estaban ahí se fueron nuevamente para la terraza, y yo me quedé en el departamento con ella y Ramiro. Mi enojo estallaba hacia adentro, intentando no exteriorizar mi fastidio, pero Ramiro todo lo contrario. Se mostraba molesto porque sentía que no la podía dejar, y que por su culpa se estaba perdiendo la fiesta. Le dije que si quería que se fuese para la terraza, que de todos modos yo me iba a quedar ahí cuidando de ella. Iba y venía por la habitación, pensando, y al rato decidió hacerme caso y se fue, previo a dejarme su número de teléfono, por cualquier cosa que pudiera pasar. Una vez que se retiró, la soledad me ayudó a relajarme un poco. Me senté en la cama, a su lado, para pensar, bajar un par de decibeles, y tratar de razonar la situación. Ella reproducía algunos sonidos y trataba de abrazarme, mientras yo intentaba controlar una enorme batalla de contradicciones que se generaban en mi interior. En un momento le noto una cara de malestar, por lo que le pregunté si se sentía mal y si tenía náuseas. Al no recibir respuesta, repetí mis palabras, y frunciendo el ceño movió la cabeza afirmativamente. Con bastante esfuerzo, porque su cuerpo estaba como muerto, la levanté y la llevé hasta el baño. La senté sobre el bidet y la mantuve reclinada sobre el inodoro, sosteniéndola porque ella no mantenía el equilibrio, y sujetándole el pelo para que no se le ensucie mientras ella vomitaba. Me quedé a su lado, acompañándola. En un momento parecía querer recuperarse, y aproveché ese instante para ir a buscar un vaso de agua. Volvió a lanzar un par de veces más, pero evidentemente ya no había nada en su estómago. Al cabo de un rato parecía que ya se había normalizado, y como nuevamente se había quedado dormida, le limpié la boca, la alcé y la llevé hasta la cama, pero unos minutos después de recostarla, empezó a tener arcadas, así que le pedí que aguantara, mientras la llevaba otra vez hasta el baño.

Cuando Ramiro volvió al departamento, yo todavía estaba en el baño ayudando a Mica, y ya habían pasado más de dos horas desde mi llegada. Me dijo que la fiesta ya no daba para más, y que con los amigos habían decidido de ir a algún boliche. Así que me dijo que su idea era llevarla hasta su casa, porque sino íbamos a tener que quedarnos toda la noche para que se recuperase. Entre los dos, como pudimos le pusimos la campera a ella, y salimos al pasillo. Ramiro me dijo que me alcanzaba hasta algún lugar que me quedara cómodo para tomar el colectivo. Cuando salimos a la calle, él se fue a buscar su auto y yo me quedé parado, con ella en brazos. En la puerta del edificio había un grupito de muchachos, que aparentemente querían entrar a la fiesta sin invitación, y pude escuchar cómo por lo bajo hacían algún comentario, ya que otra vez Micaela traía todo su vestido levantado dejando todo al descubierto. Llegó Ramiro, y entre ambos la acostamos en el asiento trasero. El viaje fue en absoluto silencio, salvo por algún que otro vocablo indescifrable que intentaba emitir Mica. Al principio Ramiro intentó sacar algún tema de conversación, aunque sea para tapar el silencio incómodo causado por la falta de su estéreo, pero yo tenía demasiadas cosas abalanzándose interminablemente en mi cabeza como para fingir que me interesaba compartir el momento. Minutos después me preguntó si cualquier puente de Panamericana era lo mismo para mí, y tras responderle afirmativamente, me dejó en Melo. Media hora más tarde, ya estaba en casa, con la sensación de que la pesadilla de esa noche por fin había llegado a su final, pero con una total incertidumbre de lo que había pasado y lo que estaba por venir.

Cuando me desperté, tenía varias llamadas perdidas de ella en el celular, pero el enojo todavía estaba muy presente, y no tenía ganas de hablarle. Esperé que pasaran las horas con la idea de que mi cabeza se fuera despejando, pero de todos modos el efecto no fue significante. Cuando volvió a llamar, tomé aire y atendí. Durante la conversación yo estuve bastante apático. Me pidió perdón por lo que pasó, y me dijo que se sentía mal por la situación. No sabía lo que había pasado, porque según ella no tomó descontroladamente. Lo último que se acordaba era el mensaje de texto que me había mandado preguntándome por dónde estaba, y de ahí un bache mental hasta que se despertó en su casa. Tenía el recuerdo de haber escuchado mi voz en algún momento, pero nada más que eso. Ni siquiera recordaba la charla que tuvimos cuando la llamé desde la puerta del edificio. Cuando se despertó, lo primero que hizo fue llamarlo a Ramiro, para ver si efectivamente yo había ido. Él le contó que yo fui, y que me había quedado con ella todo el tiempo, ayudándola. Mica sintió mucha culpa por esto, verdaderamente se sentía mal y quería que la perdone.

Me llamó varias veces por teléfono ese fin de semana, tal vez empujada por la culpa, pero no pudimos vernos por otros compromisos que teníamos los dos. En las primeras charlas yo estaba más cortante, pero después puse todo mi empeño en dejar el rencor a un lado. Al escuchar su voz, un poco me relajaba, me dejaba llevar, pero en soledad el cerebro se ponía en marcha y parecía no descansar, y surgía una dualidad de pensamientos que chocaban entre sí. Por un lado el más racional, que entendía que Mica no quiso que la noche terminara así. Fue ella quien me había llamado para que nos viéramos, y quien tenía ganas de salir conmigo. Cometió un error, eso si, en no poder controlar lo que tomaba, pero estaba claro que no fue adrede. De todos modos, aunque mi costado racionar entendiera todo esto perfectamente, estaba también presente el otro lado, llamémosle el sentimental, que se sentía dolido y defraudado. Al empezar a salir con Mica deposité en ella cierta confianza, y después del incidente empecé a sentir que en realidad no la conocía para nada, o por lo menos bastante menos de lo que creía. Y si bien en ese momento entendía que lo acontecido tampoco era algo tan trágico como para sepultar la relación, lo cierto era que había perdido un poco de interés en ella.

Durante la siguiente semana no nos pudimos ver, por la incompatibilidad de los nuestros horarios, pero de todos modos hablamos bastante por teléfono, y me sentí bien por no haber dejado que la desilusión del incidente me venciera, porque ahora todo parecía ir recobrando su naturaleza, y tenía ganas de verla, dejando las cosas innecesarias en el olvido. Habíamos mencionado para hacer algo juntos en el fin de semana, así que el sábado la llamé para ver que tenía ganas de hacer. Me dijo que no tenía ganas de salir, y entonces le insinué para tal vez hacer algo el domingo a la tarde si el día estaba lindo. Entre sollozos, me explicó que no tenía ganas de salir, pero no el fin de semana, sino en este momento de su vida. Me contó que había hablado con su ex, y habían discutido, y eso la había desestabilizado emocionalmente. Me dijo que me quería, que yo era una gran persona, y pareció retumbar en el tubo cuando dijo “no quiero estar con nadie”. Yo estaba desprevenido para eso, así que no supe como reaccionar. Me saludó, nos despedimos, y al cortarse el teléfono otra vez no sabía bien donde estaba parado. Entendí que la aparición de un ex puede provocar cosas imprevistas, y eso me dejó tranquilo dentro de todo. Los llamados empezaron a hacerse cada vez más esporádicos, pero en cierto modo eso era algo entendible, así que no me preocupé demasiado. Ella necesitaba estar en soledad para superar sus conflictos personales, y una vez alcanzado ese objetivo, nuestra historia podía continuar sin inconvenientes. Como seguíamos en contacto, lo más probable era que cuando hubiese pasado el tiempo necesario, y Mica ya estuviese definitivamente preparada para una nueva relación, yo me iba a enterar, e íbamos a volver a salir.

Era un sábado de primavera, de esos días en que el sol empieza a entibiecer el cuerpo, haciendo necesario el uso de un abrigo solamente durante la noche. Yo iba caminando solo por la calle, casualmente pensando en Micaela, a quien no había vuelto a ver desde aquel incidente, y en ese momento la recordaba porque todavía tenía mi campera en su poder. Pero no había problema, porque sabía que ella me iba a llamar cuando tuviese ganas de salir con alguien. En mi cara se dibujó una leve sonrisa, de esas que son el reflejo de un recuerdo mezclado con cierta ilusión, pero mi rostro se desdibujó en cuanto la vi. Mica estaba caminando por la misma vereda, tan solo unos metros delante de mí, abrazada a un flaco. Instintivamente detuve mi marcha, mientras ellos continuaron su paso y a la vez que se besaban volvió a retumbar en mi cabeza el eco de “no quiero estar con nadie”.

martes, 18 de mayo de 2010

Fuerza Natural

Fuerza Gustavo, fuerza!

martes, 11 de mayo de 2010

Facebook amargo

Cuánta mala onda que tenés.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Cuidado con las mujeres

Hace un par de meses, publiqué un texto llamado La invasión, que hablaba del malestar que produce ver a mujeres hermosas por la calle.

Hoy apareció esta nota en el diario.

No son coincidencias.

domingo, 2 de mayo de 2010

Leyes autoimpuestas

A principios de la década del ’90 Julián Viconte estaba en la escuela primaria, y ya por aquellos años empezaba a mostrar ciertos rasgos obsesivos. Por supuesto que para él era algo completamente normal y se esmeraba por no quedar en falta con leyes y órdenes autoimpuestas. Un ejemplo de esto lo encontramos cuando ponía mucho esmero en mantener ordenada su cartuchera escolar. No soportaba tener de esas que son como un gran sobre con cierre, donde todos los útiles iban sueltos en su interior. No. Su cartuchera tenía que ser de esas rectangulares que llevaban la cremallera en todo su contorno, preferentemente de las de dos pisos, ya que eran éstas las que mejor le permitían ordenar los útiles. Cada elemento tenía asignada su ubicación propia, un sector específico del elástico que lo sujetara. Pero tal vez donde más se notaba su obsesión escolar, era en el orden de los marcadores y los lápices de colores: tenían que estar acomodados en degradé, según un criterio que él había definido, y por ningún motivo podían sufrir una reubicación. Pero esto iba más allá con los lápices, porque además de mantener el orden, intentaba que todos ellos se fueran gastando lo más parejo posible. En alguna ocasión incluso llegó a pintar el dibujo de un árbol con el tronco azul y la copa roja, simplemente porque eran los dos lápices menos gastados que tenía, y por ende los-que-más-había-que-usar para que quedasen todos de un largo aproximado.

Entrando en la adolescencia Julián empezó a acomodarse la ropa en el placard, tarea que hasta ese momento estaba a cargo de su madre. A partir de este momento cada prenda tenía que respetar un orden: remeras, pantalones, camisas y ropa interior, cada una con su lugar definido. Pero lo llamativo era que, por ejemplo, las remeras estaban prolijamente apiladas, y siempre se obligaba a usar la que estuviese arriba de todo. Y cada prenda, luego de ser lavada pasaba a ocupar el último puesto. De este modo se aseguraba de utilizar toda la ropa por igual, obteniendo tal vez un desgaste parejo (como con los lápices), pero eliminando toda posibilidad de elección. El azar podía hacer que un determinado día tenga que vestirse de una forma sumamente ridícula, y aún siendo conciente de ello, sentía la obligación de respetarlo y mantener ese orden.

A veces, abandonaba algunas de sus costumbres con el correr de los años, o tal vez las reemplazaba por otras nuevas. Por ejemplo, cuando era niño tenía el hábito de ir semanalmente al kiosco y comprarse un helado de palito, pero en el fondo no elegía el sabor, sino que cumplía una vez más con su ley, que en este caso le ordenaba probar absolutamente todas las variedades. Años más tarde ese mismo proceder lo siguió llevando a cabo cuando iba a su bar de cabecera y en lugar de dejarse llevar por lo que tenía ganas de tomar, pedía siempre un ítem diferente de la carta.

Cuando iba caminando hacia algún lado, tenía siempre el cuidado de no pisar las uniones de las baldosas. Este comportamiento no era tarea sencilla, ya que en reiteradas ocasiones lo hacía caminar en puntas de pie, en otras lo obligaba a bajar al asfalto de la calle, y hasta a veces, al ver imposibilitado su avance, lo dejó sin más remedio que volver tras sus pasos cuadras enteras, para finalmente tomar por una calle paralela. Empezó a hacer esto de chico, y pese a que alguna que otra vez quiso abandonarlo, reincidió.

De todos modos, con algunas cosas se fue haciendo más tolerante, como por ejemplo en el uso de la ropa. Cada tanto ignoraba su ley y se animaba a elegir su vestimenta. Pero también fue adquiriendo mañas cada vez más sofisticadas y que involucraban otro tipo de cosas. Cierto día se le dio por empezar a llevar la cuenta de todos los colectivos que tomaba y cuántas veces subía a cada uno de ellos. Por esto, cada vez que viajaba se tomaba el trabajo de anotar en qué línea lo estaba haciendo, y así tenía la constancia de ir actualizando sus datos día tras día. Hasta acá no era más que un nuevo comportamiento compulsivo de entre tantos otros, pero el problema llegó cuando los datos dejaron de ser simplemente números estáticos, y empezaron a influenciar sus decisiones. Comenzó a tomar colectivos innecesariamente, a veces con el propósito de agregar nuevas líneas a su estadística, y otras veces porque en su mente inventaba rivalidades entre las distintas empresas de transporte, y él, poniéndose de lado de alguna de ellas, intentaba darle la victoria en su tabla de posiciones. Por ejemplo en una oportunidad llevaba ciento treinta y nueve viajes realizados en la línea 441, y por detrás estaba el colectivo 168 con el cual había viajado ciento veinticinco veces. Y como en la competencia prefería que gane esta última línea, por un tiempo dejó de tomar un colectivo y empezó a hacer viajes innecesarios con el otro.

Pero un día le pasó que en uno de esos viajes se cruzó con la chica más linda que jamás había visto. Se quedó pasmado, con la boca abierta, y no podía quitarle los ojos de encima. Ella no ostentaba su belleza, no intentaba refregarla en la cara de los demás, pero era de tal magnitud que la simpleza de su vestir la hacía resaltar aún más. Julián estaba hipnotizado, y por un instante creyó en la fuerza del destino. Tal vez todos esos trastornos obsesivos que había acumulado durante años, estaban generados por una fuerza oculta que lo fueron empujando hasta este momento, en el que se encontraba contemplando esos enormes ojos verdes. De otro modo, jamás la hubiese encontrado. Se puso muy nervioso al pensar que posiblemente se encontraba en un momento clave de su vida. ¿Tenía que hacer algo al respecto? ¿O en caso de que todo fuera obra del destino éste se iba a encargar de mover las fichas? Había perdido todo poder de reacción, y estos pensamientos no ayudaban mucho. Se dio cuenta que la chica se había puesto de pie y había tocado timbre para bajar en la próxima parada. Julián, con la mente el blanco y con un fuerte enojo consigo mismo que empezaba a crecerle en su interior, vio como la portadora de los ojos verdes se alejaba.

Durante varios minutos siguió en viaje, cargando una desazón tan grande que había perdido toda expresión en su rostro, con la vista clavada en ningún sitio. Con movimientos muy calmos descendió del 168 y empezó a caminar por la vereda con las manos en los bolsillos. Ése era su viaje número ciento treinta y ocho, pero poco le importaba ahora. Volvió hasta su casa caminando despacito, pensando y lamentándose, viendo unos enormes ojos verdes dentro de sus párpados, y sintiendo las uniones de las baldosas debajo de sus pies.