domingo, 2 de mayo de 2010

Leyes autoimpuestas

A principios de la década del ’90 Julián Viconte estaba en la escuela primaria, y ya por aquellos años empezaba a mostrar ciertos rasgos obsesivos. Por supuesto que para él era algo completamente normal y se esmeraba por no quedar en falta con leyes y órdenes autoimpuestas. Un ejemplo de esto lo encontramos cuando ponía mucho esmero en mantener ordenada su cartuchera escolar. No soportaba tener de esas que son como un gran sobre con cierre, donde todos los útiles iban sueltos en su interior. No. Su cartuchera tenía que ser de esas rectangulares que llevaban la cremallera en todo su contorno, preferentemente de las de dos pisos, ya que eran éstas las que mejor le permitían ordenar los útiles. Cada elemento tenía asignada su ubicación propia, un sector específico del elástico que lo sujetara. Pero tal vez donde más se notaba su obsesión escolar, era en el orden de los marcadores y los lápices de colores: tenían que estar acomodados en degradé, según un criterio que él había definido, y por ningún motivo podían sufrir una reubicación. Pero esto iba más allá con los lápices, porque además de mantener el orden, intentaba que todos ellos se fueran gastando lo más parejo posible. En alguna ocasión incluso llegó a pintar el dibujo de un árbol con el tronco azul y la copa roja, simplemente porque eran los dos lápices menos gastados que tenía, y por ende los-que-más-había-que-usar para que quedasen todos de un largo aproximado.

Entrando en la adolescencia Julián empezó a acomodarse la ropa en el placard, tarea que hasta ese momento estaba a cargo de su madre. A partir de este momento cada prenda tenía que respetar un orden: remeras, pantalones, camisas y ropa interior, cada una con su lugar definido. Pero lo llamativo era que, por ejemplo, las remeras estaban prolijamente apiladas, y siempre se obligaba a usar la que estuviese arriba de todo. Y cada prenda, luego de ser lavada pasaba a ocupar el último puesto. De este modo se aseguraba de utilizar toda la ropa por igual, obteniendo tal vez un desgaste parejo (como con los lápices), pero eliminando toda posibilidad de elección. El azar podía hacer que un determinado día tenga que vestirse de una forma sumamente ridícula, y aún siendo conciente de ello, sentía la obligación de respetarlo y mantener ese orden.

A veces, abandonaba algunas de sus costumbres con el correr de los años, o tal vez las reemplazaba por otras nuevas. Por ejemplo, cuando era niño tenía el hábito de ir semanalmente al kiosco y comprarse un helado de palito, pero en el fondo no elegía el sabor, sino que cumplía una vez más con su ley, que en este caso le ordenaba probar absolutamente todas las variedades. Años más tarde ese mismo proceder lo siguió llevando a cabo cuando iba a su bar de cabecera y en lugar de dejarse llevar por lo que tenía ganas de tomar, pedía siempre un ítem diferente de la carta.

Cuando iba caminando hacia algún lado, tenía siempre el cuidado de no pisar las uniones de las baldosas. Este comportamiento no era tarea sencilla, ya que en reiteradas ocasiones lo hacía caminar en puntas de pie, en otras lo obligaba a bajar al asfalto de la calle, y hasta a veces, al ver imposibilitado su avance, lo dejó sin más remedio que volver tras sus pasos cuadras enteras, para finalmente tomar por una calle paralela. Empezó a hacer esto de chico, y pese a que alguna que otra vez quiso abandonarlo, reincidió.

De todos modos, con algunas cosas se fue haciendo más tolerante, como por ejemplo en el uso de la ropa. Cada tanto ignoraba su ley y se animaba a elegir su vestimenta. Pero también fue adquiriendo mañas cada vez más sofisticadas y que involucraban otro tipo de cosas. Cierto día se le dio por empezar a llevar la cuenta de todos los colectivos que tomaba y cuántas veces subía a cada uno de ellos. Por esto, cada vez que viajaba se tomaba el trabajo de anotar en qué línea lo estaba haciendo, y así tenía la constancia de ir actualizando sus datos día tras día. Hasta acá no era más que un nuevo comportamiento compulsivo de entre tantos otros, pero el problema llegó cuando los datos dejaron de ser simplemente números estáticos, y empezaron a influenciar sus decisiones. Comenzó a tomar colectivos innecesariamente, a veces con el propósito de agregar nuevas líneas a su estadística, y otras veces porque en su mente inventaba rivalidades entre las distintas empresas de transporte, y él, poniéndose de lado de alguna de ellas, intentaba darle la victoria en su tabla de posiciones. Por ejemplo en una oportunidad llevaba ciento treinta y nueve viajes realizados en la línea 441, y por detrás estaba el colectivo 168 con el cual había viajado ciento veinticinco veces. Y como en la competencia prefería que gane esta última línea, por un tiempo dejó de tomar un colectivo y empezó a hacer viajes innecesarios con el otro.

Pero un día le pasó que en uno de esos viajes se cruzó con la chica más linda que jamás había visto. Se quedó pasmado, con la boca abierta, y no podía quitarle los ojos de encima. Ella no ostentaba su belleza, no intentaba refregarla en la cara de los demás, pero era de tal magnitud que la simpleza de su vestir la hacía resaltar aún más. Julián estaba hipnotizado, y por un instante creyó en la fuerza del destino. Tal vez todos esos trastornos obsesivos que había acumulado durante años, estaban generados por una fuerza oculta que lo fueron empujando hasta este momento, en el que se encontraba contemplando esos enormes ojos verdes. De otro modo, jamás la hubiese encontrado. Se puso muy nervioso al pensar que posiblemente se encontraba en un momento clave de su vida. ¿Tenía que hacer algo al respecto? ¿O en caso de que todo fuera obra del destino éste se iba a encargar de mover las fichas? Había perdido todo poder de reacción, y estos pensamientos no ayudaban mucho. Se dio cuenta que la chica se había puesto de pie y había tocado timbre para bajar en la próxima parada. Julián, con la mente el blanco y con un fuerte enojo consigo mismo que empezaba a crecerle en su interior, vio como la portadora de los ojos verdes se alejaba.

Durante varios minutos siguió en viaje, cargando una desazón tan grande que había perdido toda expresión en su rostro, con la vista clavada en ningún sitio. Con movimientos muy calmos descendió del 168 y empezó a caminar por la vereda con las manos en los bolsillos. Ése era su viaje número ciento treinta y ocho, pero poco le importaba ahora. Volvió hasta su casa caminando despacito, pensando y lamentándose, viendo unos enormes ojos verdes dentro de sus párpados, y sintiendo las uniones de las baldosas debajo de sus pies.

7 comentarios:

  1. A Julian le faltaba una mina que le pegue una revolcada zafada, lo deje dado vuelta...y le haga meter sus obseciones en el or..

    jaja
    Lic. Coco

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  2. Es uno de los mejores textos que leí en lo que va del año. En verdad, no exagero.
    Me recordó a las obsesiones de Castel en "El túnel", pero con ese toque especial que le dio este personaje que me resultó tan querible.
    Te aplaudo de pie!
    Saludos :D

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  3. Mica, muchas gracias, posta.

    quiero agradecer a aptra, y a todos los que me apoyaron...

    na, pero en serio, un gran placer que guste. de todos modos, ni por asomo podría acercarme a la genialidad de sabato. ésos son grosos!!
    =)

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  4. asi es la vida... un colectivo tras otro, y un dia, la terminal.

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  5. Que bueno Panto! me gustó ese comentario, muy apropiado...
    Me pareció por un momento haber conocido hace muuuuuuchos años a algún chiquito así, no se... tal vez sean meras coincidencias.
    Que loco no?

    Besos
    Alejandra (TUTI)

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  6. el 1138 es un número que me persigue un poco, tengo alguna cosa de Julian, lo poco valiente con las mujeres y lo obsesivo, es una pobre característica que compartimos con el señor Julian.

    Abrazo!

    jlg

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  7. Lo simple de escribir bellas lineas en la punta de tus dedos. A favor.

    Pablete

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