jueves, 24 de febrero de 2011

La mano invisible

Pablo entraba al boliche sin estar del todo convencido. No es que le tuviera rechazo a ese tipo de lugares, pero como nunca había adquirido el don del baile a veces se sentía un poco desencajado. Tampoco es que tenía una opinión formada de si le gustaban o no, porque lo que en realidad le provocaban era enfatizar al máximo su estado de ánimo, parte por el ambiente, y quizás también por la ingesta de alcohol. Si durante el día lo había poseído la alegría, en el boliche tomaba, bailaba y se reía como nunca antes; pero por el contrario si había tenido una jornada teñida de tintes melancólicos, terminaba sumido en la más profunda de las depresiones, sentado solo en algún rincón apartado, generando una imagen sumamente angustiosa.

Esa noche terminó yendo impulsado por la insistencia de sus amigos. No estaba del todo convencido simplemente porque se sentía un poco cansado y prefería hacer algo más tranquilo, pero de todos modos había pasado una tarde bastante agradable y estaba contento, lo que le garantizaba pasarla bien pese a la fatiga.

Una vez adentro, rápidamente se predispuso de la mejor manera: el ambiente no era sofocante sino que había un clima agradable como pocas veces, no estaba ni muy atestado de gente ni era un recinto vacío, y la música lo obligaba a moverse casi instintivamente. A los pocos minutos, y a modo de ritual de iniciación, se encontraba acodado en la barra junto a sus amigos, prontos a realizar una ronda de tequilas, que ingirieron entre carcajadas y empujones.

De a poco se fueron mimetizando con la pista de baile, pero como ninguno del grupo era muy encarador, la mayor parte del tiempo estaban ellos cuatro bailando en círculo, intentando disimular lo rudimentario de sus movimientos mientras seguían algún pasito de baile, pero siempre muy divertidos, riéndose de ellos mismos. Santiago se inventaba algún paso que el resto imitaba con movimientos bastante toscos, pero que a ninguno avergonzaba a esas alturas de la noche. Aprovechaban la intermitencia de la luz de flashes para hacer movimientos completamente absurdos, ya que esos espaciados intervalos de luz convertían a todos en grandes bailarines.

Se divertían tanto que ninguno quería retirarse de la pista de baile para ir a comprar más bebidas. Pero de tantas veces que habían salido, ya sabían que la mejor forma era que sólo uno de ellos fuese hasta la barra a comprar para los cuatro, y se iban turnando en esa tarea. En este caso la manera para elegir al responsable de la compra fue mediante un piedra, papel o tijera: no había nada mejor que resolver las cosas de un modo lúdico. Pablo iba a poner la mano en forma de papel, pero en el instante previo, como por instinto terminó eligiendo tijera, no supo bien por qué, fue instintivo. Y esa tijera lo llevó directo a la derrota, sin más. Resopló y lanzó un insulto al aire, pero sin dejar de reírse, y mientras se alejaba de sus amigos todavía con el ritmo en sus pies, se prometió que la próxima vez no cambiaría de herramienta a último momento.

A medida que se iba acercando a la barra se le dificultaba el avance, ya que eran unos cuantos los que estaban intentando acceder a sus bebidas. En un punto el amontonamiento de personas era tal que ya no podía moverse, pero no se molestó por ello. Se apoyó contra una columna que tenía a sus espaldas para esperar que la zona se despejase un poco, total la noche era larga, había unas cuántas horas por delante, de modo que unos minutos no cambiarían nada.

En eso estaba cuando vio a una chica a unos ocho metros a su derecha, en una situación parecida a la suya. Al verla le pareció que la gente había desaparecido, que la música se había apagado y que todo a su alrededor ya no existía, dejándolos solos a ellos dos en medio de una multitud muda e invisible. Por un instante Pablo quedó paralizado, con los ojos clavados en el rostro de aquella chica que brillaba dentro de la penumbra, hasta que sintió esos ojos distantes depositarse en los suyos por una fracción de segundo, para luego seguir su recorrido hasta la barra. Su corazón empezó a bombear con una brutalidad inusual, al punto de sentir que su cuerpo se movía sutilmente al unísono con los latidos.

Se dio cuenta que estaba observándola como embobado, con la boca abierta y sin ningún tipo de sutileza. Intentó reincorporarse cerrando los ojos un momento al tiempo que se pasaba ambas manos por la cara, como con rudeza. Se volteó, miró la pista donde sus amigos seguían bailando, se giró nuevamente hacia la barra, pero no pudiendo luchar contra ello, dirigió su mirada otra vez hacia la derecha donde permanecía esa hermosura, y para colmo mirándolo. Una oleada de adrenalina recorrió su cuerpo. Otra vez no pudo quitarle los ojos de encima, y a pesar que ella lo había mirando apenas durante algunas décimas de segundo, tuvo la sensación de que esa chica también había sentido algo al verlo, sólo que ellas suelen ser bastante más disimuladas.

Ella aparentaba estar sola, y al observarla detenidamente Pablo vio que tenía algo muy sutil que la diferenciaba del resto de las chicas del boliche, como que no terminaba de encajar perfectamente en aquel entorno. Era como si la invisible mano del destino la hubiese puesto ahí por alguna razón; se la veía ajena a la música y al baile, como esperando algo. ¿Me estará esperando a mí?, ¿será el destino?, se preguntó Pablo, pero le parecía una locura que eso fuese así. Siguió mirándola, ya sin ningún pensamiento en su cabeza, sólo mirándola. Una vez más se encontró con sus ojos, pero esta vez ella sostuvo la mirada por uno o dos segundos, y percibió una especie de sonrisa en su rostro. No, no podía ser el destino, eso no tenía ningún sentido, este tipo de cosas no pasan. ¿Y si era? Pablo quería convencerse de que tan sólo era una de tantas chicas lindas, que no tenía nada especial, que ninguna mano misteriosa e invisible la había colocado en aquel sitio. No quería creer eso, porque de ser así estaría obligado a acercarse, a hablarle, a encararla de algún modo, y él se sentía ineficaz para ese tipo de cosas. Prefería creer que era una del montón para poder retirarse de allí y volver a la pista junto a sus amigos, en lugar de enfrentar su cobardía. Se moría de ganas de hablarle, pero nunca supo cómo hacerlo ni qué decir en esas circunstancias.

De a momentos Pablo se giraba y miraba para otro lado, con la secreta esperanza de que al volverse ella ya no estuviese ahí, y de este modo conseguiría librarse de la culpa por no habérsele acercado. Pero no. Ella seguía siempre en el mismo lugar, y aprovechaba esos momentos en que Pablo se daba vuelta para mirarlo sin sutilezas, para mirarlo mientras su corazón también latía fuertemente.

Pablo estaba ya en una situación confusa. A medida que corrían los minutos iba convenciéndose cada vez más de que ella estaba pasando por una situación similar, y que ninguno de los dos se animaba a romper la barrera de la distancia. Siguiendo el camino simplista, hubiese preferido comprar un par de vasos de fernet y volver con sus amigos lo antes posible, pero sabía que si lo hacía, un malestar y una incertidumbre lo atormentarían durante varios días, incluso semanas; que el recuerdo de esa chica lo perseguiría, y terminaría furioso consigo mismo por no haber tenido el coraje suficiente. No era tanto el miedo al rechazo lo que lo anclaba a la inacción, sino la incomodidad de la situación misma. Pero no podía seguir así, tenía que dejar de hacer conjeturas por una vez en su vida y tomar las riendas. Sin darle tiempo de reacción a sus temores, rápidamente tomó impulso en la columna que tenía a sus espaldas y comenzó a caminar directo hacia ella. Lo calmaba un poco la idea de pensar que si su percepción era cierta y ella también lo había estado mirando, entonces no tendría que preocuparse por mantener una conversación poco interesante para la otra persona, ya que ella pondría todo su entusiasmo en el diálogo; y por el contrario si estaba equivocado y recibía indiferencia como respuesta, podría escabullirse sin inconvenientes por entre la gente, y le quedaría el dulce sabor de haber vencido su temor y aniquilado la duda.

Con paso decidido y aparentando una falsa tranquilidad se fue acercando y pudo notar cómo ella, al ver esto, expresaba con su cuerpo cierta inquietud, como si por fin estuviese por pasar algo que había estado esperando desde hacía varios minutos. Esto tranquilizó más aún a Pablo, que siguió avanzando con el pecho hinchado. Ella no lo miraba; se quedó con la vista puesta en cualquier lado, esperando el momento en que él le hablase, mientras Pablo seguía caminando, pero no directamente hacia ella, sino que tenía la intención de parársele al lado y luego hacer alguna pregunta, que todavía no estaba seguro de cuál debería ser. Cuando llegó a su lado se detuvo, y notó que ella usaba el mismo perfume que su ex. Pasaron algunos segundos y ella, al no recibir ninguna pregunta, ninguna excusa verbal que rompiera la distancia entre ambos, giró su cabeza y se quedó mirándolo a él, inmóvil, como paralizado, con la vista clavada en algún lugar de su interior. Pablo sentía sobre su rostro la mirada expectante de aquella chica, pero el hallazgo que había hecho le produjo un derrumbe emocional y no pudo hacer nada al respecto. Ella, ansiosa por entablar un diálogo continuó mirándolo, mientras a él se le humedecían los ojos en ese rostro ahora endurecido. Todavía con la mirada puesta en ningún lado lo vio caminar hasta perderse en medio de la pista de baile.

sábado, 19 de febrero de 2011

Discos III

La Renga vs. Stone Temple Pilots
La batalla comienza

domingo, 13 de febrero de 2011

Visitante nocturna

Creo que era sábado. Tal vez viernes, pero casi seguro era sábado cuando llegamos con mi hermano a ese bar. No lo conocíamos, nunca habíamos ido, pero a veces el simple hecho de cambiar de lugar, de repetir esa rutina de la cerveza durante la noche en un entorno diferente ya es suficiente para sentir un cambio. El bar era raro en su interior. En el fondo, contra una de las paredes se extendía la barra, pero más allá de eso no había nada. Las mesas y las sillas no formaban parte de ese entorno, ni siquiera esos bancos altos que sirven a los solitarios que gustan de acodarse a la barra, bebida en mano, mientras con la palma de la otra sostienen una cara que exterioriza preocupaciones tan largas como los interminables sorbos de cerveza. De todos modos el ambiente adornado con luces tenues de tintes cobrizos transmitía un aire de comodidad y pertenencia para quienes fuesen habitué del lugar, y ofrecía almohadones en el suelo para poder sentarse.

Sin siquiera mirarnos, como si conociéramos el lugar de toda la vida, nos sentamos sobre unas almohadas casi en el centro geográfico del bar, a la espera de que alguien viniese a tomar nuestro pedido. Por lo menos esa noche no había mucha gente, solamente un grupito de no más de seis personas que se paseaban cerca de la barra, como no sabiendo donde ubicarse.

Ya instalados me pongo a inspeccionar sutilmente con la vista el interior del bar, cuando de forma inesperada me topo con ella, una chica francesa que había conocido meses atrás durante un viaje por Sudamérica, y con quien vivimos en aquellos días un breve amorío. Después de terminado mi viaje nos volvimos a ver un par de días cuando su travesía la trajo a Buenos Aires, pero eso también ya había quedado algunos meses atrás, y si bien había perdido un poco el contacto con ella, sabía que por esta época debería estar por algún país asiático, posiblemente en Vietnam. Pero no, estaba acá en Buenos Aires, y tan sólo nos separaban algunos metros. Sacudí mis brazos para llamar su atención, y al verme se sonrió pero no mostró sorpresa, como si hubiese sabido que me encontraría en aquel lugar. Ella estaba con otra chica, y ambas se sentaron en el suelo junto a nosotros.

Qué extraño volver a verla en Buenos Aires, y así, tan repentinamente y sin previo aviso. Era todo tan casual, tan preciso que daba la sensación de ser algo armado por la semiconsciencia de un sueño caprichoso. Pero no, ella estaba ahí, frente a mi, y otra vez podía oír su dulce voz hablando en un forzado pero entendible español con un fuerte acento francés. La veía, tan simpática y vivaz como siempre, pero ahora con el cabello más largo que la última vez que nos vimos.

Su amiga no hablaba, estaba como abstraída mirando fijo hacia delante. Mi hermano tampoco emitió palabra, pero la verdad ni me di cuenta de eso en el momento; yo sólo tenía la vista clavada en ella, que extrañamente estaba de nuevo en Argentina. Ella seguía hablando y yo no quería interrumpirla para preguntarle el motivo de su regreso. ¿Acaso importaba? Ya había aprendido que a estas visitas momentáneas había que saber disfrutarlas mientras duraran sin hacer mucho cuestionamiento, así que me conformé con verla contenta, lo cual me contagiaba de felicidad.

Pasó el rato, y en un momento quedamos nosotros dos solos, mirándonos sonrientes. La verborragia de horas atrás (o tal vez minutos) ya había menguado, y aprovechando el silencio me dejé llevar por la curiosidad y le pregunté cómo es que decidió volver. Me contó que estuvo viajando por oriente, y en un país que no recuerdo si me mencionó, se había puesto a hablar con un muchacho, alguien nativo de aquel lugar; ella tenía una facilidad increíble para el diálogo y para relacionarse. Pero resultó ser que esa persona era un príncipe, o poseía algún puesto jerárquico similar en el país, no supo ella decirme con exactitud. Y parece ser que en esa cultura las personas comunes, ya sean nativos o turistas, no pueden dialogar con alguien de un estatus tan superior, por lo cual se vio forzada a abandonar el país. La veía contar esto, mientras mis manos recorrían suavemente su brazo izquierdo, y en un momento sus ojos azules brillaron mucho más que de costumbre. Hizo una pausa en su relato, y mirándome fijamente me dijo que al encontrarse en esa situación decidió volver a Buenos Aires porque me extrañaba y quería estar conmigo. Mi interior se llenó de una felicidad muda, y recuerdo su mano acariciando mi cara con una textura como si fuese el pliegue de una sábana, y la profundidad sincera de esos ojos que no veo desde que abandonó Buenos Aires para viajar por Asia, algunos meses atrás.

domingo, 6 de febrero de 2011