viernes, 27 de noviembre de 2009

Libélula

Aquel día estaba tranquilo esperando que llegara mi colectivo para regresar a casa, cuando me sorprende el vuelo de una libélula nocturna y solitaria, la cual choca torpemente contra mi cuerpo, y luego cae en la vereda, medio tambaleante y con las patas hacia arriba. En ese instante un par de pies venían avanzando, directamente hacia el pobre insecto indefenso. La chica divisó a la criatura que estaba como pidiendo súplicas desde allí abajo, e instantáneamente ella interrumpió su marcha salvándole la vida, a la vez que levantaba su vista y me miraba con una sonrisa cómplice como con el placer de estar haciendo un acto de bien, y sabiendo que yo en parte compartía el sufrimiento de la libélula. El pobre engendro parecía aturdido, todavía boca arriba, y ya casi resignado a su pronto deceso. Cualquier insecto en sus condiciones, arrojado cual hoja otoñal sobre la vereda, corre un terrible riesgo, pues el andar de cualquier peatón distraído que no escaseaban a esa hora, suponía más que un simple peligro, y más aún en su estado de completa vulnerabilidad.
En ese momento una sensación de lástima por aquel insecto indefenso se apoderó de mí. Y ahí me di cuenta que debía hacer algo, pero ¿qué? Rápidamente, y sin perder nada de tiempo me agaché y lo tomé delicadamente entre mis dedos. Estaba temeroso al ver que una criatura miles de veces más grande que él lo tomaba en posesión. Luego de levantarlo, abrí mi mano para que pudiese tomar vuelo libremente, pero a pesar de su esfuerzo y del movimiento de sus alas, terminó nuevamente en el duro y peligroso suelo. Nuevamente volví a agacharme para levantarlo y darle aunque sea una momentánea protección. La libélula se agitaba desesperadamente entre mis dedos que la sujetaban delicadamente tratando de no hacerle daño. Pero ¿qué podía yo hacer con ella? Mi corazón no me permitía dejarla abandonada en la calle, siendo una de esas avenidas donde ni siquiera asoma el color verde; ni un cantero, ni un árbol donde poder depositarla. El abandono suponía una muerte segura para el insecto. En minutos más llegaría el colectivo, y en ese momento ¿que debía hacer yo? ¿Qué pasaba si me subía al vehículo con un bicho revoloteando entre mis manos? ¿Debía subir al colectivo? ¿Podía llevarme a la criatura conmigo? Ya me estaba encariñando con la libélula, y me generaba cierto temor dejarla librada a su suerte. Definitivamente no podía abandonarla, entonces básicamente mi espectro de opciones se dividía en dos: conseguir un lugar seguro donde dejarla, o adoptarla. ¿Adoptarla? ¿Se vio alguna vez que una persona tenga a una libélula por mascota? En caso de optar por este camino ¿cuál es el hábitat de estos insectos? ¿De qué se alimentan? No, definitivamente era una locura pensar que una libélula sobreviviría encerrada en un medio desconocido. Sólo quedaba una opción, y era la de llevarla a algún lugar seguro, sin peatones y con verde.
A todo esto diviso el colectivo que se acercaba. Parecía como si la pequeña criatura se estuviese acostumbrando a mis dedos, porque ya no parecía quejarse como antes. Subí al vehículo sosteniéndola en una mano, y haciendo equilibrio mientras con la mano libre ponía la moneda de un peso en la máquina y retiraba mi boleto. Me senté en el primero de los asientos individuales, y abrí lentamente mi mano como para darle un poco más de libertad a mi nuevo amigo. Parecía mirarme, con sus dos enormes ojos aterciopelados, como agradeciéndome por lo que había hecho. Yo le devolví la mirada y le dije que no había sido nada, que fue un placer para mí brindarle esa ayuda. Le hice una delicada caricia sobre el lomo, y ambos quedamos conformes. En eso el colectivo llegaba a destino, así que nuevamente entrecerré los dedos, y me dirigí hacia la puerta de adelante, que era la más cercana. Le indiqué la parada al chofer, y cuando el colectivo de detuvo, descendí. Caminé unos cuantos metros hasta que encontré una planta que supuse iba a brindarle un buen espacio hasta que pudiera levantar vuelo. Yo había cumplido con mi trabajo, y de aquí en adelante debía seguir ella sola. Me despedí de ella con una mirada, la dejé posada sobre una de las hojas de la planta, y me perdí en la oscuridad de la noche.

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