En uno de esos interminables viajes habituales en colectivo, del norte al oeste, o viceversa, ya no lo puede recordar, por fin Pablo pudo conseguir asiento. Algunos días eso era tarea imposible, y otros había lugar para elegir. Esa tarde, después de algunos minutos de viaje, se desocupa uno de los asientos dobles, el del lado del pasillo. No muy rápidamente, y como restando importancia a la comodidad, se fue acercando hasta ocupar el lugar disponible. En realidad estaba muy cansado y no soportaba más estar de pie, pero sintió la obligación de disiumular. Esas butacas eran realmente cómodas, con la altura suficiente para poder apoyar la cabeza, con un buen acolchonamiento, y hasta con apoyabrazos; poco habituales en colectivos de línea.
Sumergido en esa comodidad, Pablo se relajó y esbozó una sonrisa interior. Cuando tenía que hacer uno de estos viajes, lo que más lo fastidiaba era la espera del transporte público, y tener que viajar de pie. Pero ahora, estando ya sentado, lo que restaba era dentro de todo placentero: cuarenta minutos para no pensar nada, simplemente mirando hacia adelante, eventualmente por la ventanilla, y si la situacuón lo permitía, dormir unos minutos.
Reclinó su asiento un poco, como para aprovechar al máximo la comodidad que le brindaba ese vehículo. A su lado, del lado de la ventanilla, había un sujeto de casi cincuenta años, con camisa leñadora y gorra. Al estar Pablo levemente reclinado hacia atrás, girando apenas su cabeza hacia la derecha, podía mirar a esta persona, sin riesgo de ser advertido. Hubiese preferido viajar sin nadie a su lado, lo cual le hubiese permitido además ubicarse del lado de la ventana, y abrir la misma para que el viento le diese en el rostro. Pero tampoco estar al lado de alguien era tan problemático como para arruinar su viaje.
Pablo ya había entrecerrado sus ojos, pero ante un leve movimiento a su lado, los abrió. El hombre estaba con sus dedos índice y pulgar haciendo un esfuerzo inusual por sacar algo del bolsillo de su camisa. Saca un caramelo, y tirando de ambos extremos del envoltorio, saca la golosina y la deposita en su boca. Acto seguido, hace un bollito con el papel y lo arroja por el centímetro de ventana que estaba abierto. Pablo se indignó. Una ira y una temperatura se apoderaron de él, pero no supo como reaccionar. Se preguntó por qué su compañero tenía que ser tan ignorante y egoista, y por qué el mismo era tan cobarde. Ya habían pasado unos cuantos segundos, y si bien era poco tiempo en términos relativos, ya no daba pie a llamarle la atención al hombre. Tendría que haber reaccionado más rápido, instantáneamente, pensó. Mientras estas cosas circulaban por su cabeza, la acción del caramelo se volvió a repetir. La indignación se duplicó, pero la valentía nunca apareció. El asiento doble que estaba del otro lado del pasillo se desocupó, así que Pablo se cambió a ese lugar, abrió la ventana para que el viento lo golpee, y cerró sus ojos masticando la bronca.
Sumergido en esa comodidad, Pablo se relajó y esbozó una sonrisa interior. Cuando tenía que hacer uno de estos viajes, lo que más lo fastidiaba era la espera del transporte público, y tener que viajar de pie. Pero ahora, estando ya sentado, lo que restaba era dentro de todo placentero: cuarenta minutos para no pensar nada, simplemente mirando hacia adelante, eventualmente por la ventanilla, y si la situacuón lo permitía, dormir unos minutos.
Reclinó su asiento un poco, como para aprovechar al máximo la comodidad que le brindaba ese vehículo. A su lado, del lado de la ventanilla, había un sujeto de casi cincuenta años, con camisa leñadora y gorra. Al estar Pablo levemente reclinado hacia atrás, girando apenas su cabeza hacia la derecha, podía mirar a esta persona, sin riesgo de ser advertido. Hubiese preferido viajar sin nadie a su lado, lo cual le hubiese permitido además ubicarse del lado de la ventana, y abrir la misma para que el viento le diese en el rostro. Pero tampoco estar al lado de alguien era tan problemático como para arruinar su viaje.
Pablo ya había entrecerrado sus ojos, pero ante un leve movimiento a su lado, los abrió. El hombre estaba con sus dedos índice y pulgar haciendo un esfuerzo inusual por sacar algo del bolsillo de su camisa. Saca un caramelo, y tirando de ambos extremos del envoltorio, saca la golosina y la deposita en su boca. Acto seguido, hace un bollito con el papel y lo arroja por el centímetro de ventana que estaba abierto. Pablo se indignó. Una ira y una temperatura se apoderaron de él, pero no supo como reaccionar. Se preguntó por qué su compañero tenía que ser tan ignorante y egoista, y por qué el mismo era tan cobarde. Ya habían pasado unos cuantos segundos, y si bien era poco tiempo en términos relativos, ya no daba pie a llamarle la atención al hombre. Tendría que haber reaccionado más rápido, instantáneamente, pensó. Mientras estas cosas circulaban por su cabeza, la acción del caramelo se volvió a repetir. La indignación se duplicó, pero la valentía nunca apareció. El asiento doble que estaba del otro lado del pasillo se desocupó, así que Pablo se cambió a ese lugar, abrió la ventana para que el viento lo golpee, y cerró sus ojos masticando la bronca.
Muy mal por Pablo, y muy mal por el leñador.
ResponderEliminarY la pregunta que queda sonando en mi cabeza es: ¿Para qué iba Pablo hacia el oeste? ¿Iba en busca del famoso agite? ¿Lo encontró?
..menos mal que dentro de poco se acaba el mundo...
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